FOGWILL, DIEZ AÑOS DESPUÉS
- Pedro Kohring
- 9 oct 2020
- 6 Min. de lectura
Escribiendo mirando la ventana del porvenir. O mejor, escuchando su lengua. Así presenta a Fogwill la anécdota que propulsa su imagen en la escena literaria argentina. Como una máquina de producir visiones inexplicablemente certeras. Como una antena que decodifica el futuro más inmediato, que ausculta los próximos pasos que dará la sociedad en que se encontró inmerso. Porque esos pasos no eran más que engañadas respuestas a toscos códigos de comportamiento, placebos que evadían la frondosidad de otras direcciones indebidas, incómodas por su falta de garantías. Los pichiciegos previeron lo que el triunfalismo del “Estamos ganando” y otros títulos distractores de la prensa pretendían ocultar. Queda esta novela como uno de los documentos históricos más fidedignos para comprender la derrota de Malvinas y la experiencia de quienes pusieron el cuerpo para soportar las últimas cruzadas alucinadas de la dictadura. Escrita mientras se estaban llevando adelante, antes de su desenlace. Quizás por ello convenga seguir insistiendo con su obra, a diez años de la desaparición física de su autor; su ajetreada lucidez, su ametrallante arrogancia, despabiló a los que se la cruzaron en vida y todavía convulsa a quienes, en tiempos neblinosos, la seguimos revisitando.
Los quebrados diálogos que imaginó Fogwill entre los pichis - soldados desertores buscando sobrevivir al aturdimiento de las bombas y a la omnipresencia del frío, desamparados de cualquier patria o nación -, y las farsescas órdenes de los oficiales argentinos a sus soldados en Malvinas, parecen destinados a fundirse en el ruido de los helicópteros ingleses que los sobrevuelan. Se pierden en él, como si encontraran en el ruido una especie de afinidad electiva. Son voces impropias, ajenas, impotentes para nombrar lo que los personajes viven. En uno de los prólogos a Los pichiciegos de 2010, el autor nos lo advertía: “no he escrito un libro sobre la guerra sino sobre mí y sobre la lengua de uno, que jamás escribirá contra la guerra, contra la lluvia, los sismos ni las tormentas, y siempre contra las maneras equivocadas de nombrar y de convivir con nuestro destino”. La preocupación por cómo hablar y nombrar las cosas del mundo es transversal a toda la obra de Fogwill. La mayoría de sus personajes profieren palabras que no se condicen con lo que sus intenciones persiguen decir. No piensan; habitan, entumecidos, un letargo servicial a poderes calculadores que no terminan de comprender.
Así transitaron, por ejemplo, muchos, los años ´70. La larga risa de todos estos años, cuento escrito apenas unos meses después de los Los pichiciegos, pinta los días de un luchadora de judo y una prostituta en pareja entre el año ´75 y el ´78. Mientras la inflación se instalaba en la cotidianeidad del país, mientras un compañero del gimnasio desaparecía, mientras las conversaciones diarias inoculaban el lenguaje de las finanzas y se hablaba de “metete” para referirse a la oportunidad de instalarse en un negocio nuevo, o de “blanquear”, charlando en oficinas con militares para referirse a contar lo que se piensa o lo que se sabe que piensan o hacen otros, sospechosos. Mientras todo esto ocurría, entre algún viaje a Miami, un cambio de auto y la compra de muebles de laca con gamuza amarilla, casi todos – se figura Fogwill - vivían sus vidas como siempre:
No éramos tan felices, pero si en las reuniones de los sábados alguien hubiese preguntado si éramos felices, ella habría respondido “seguro sí”, o me habría consultado con los ojos antes de decir “sí”, o tal vez hubiera dicho directamente “sí”, volteando su largo pelo rubio hacia mi lado para incitarme a confirmar a todos que éramos felices, que yo también pensaba que éramos felices. Pero éramos felices. Ya pasó mucho tiempo y sin embargo, si alguien me preguntase si éramos felices diría que sí, que éramos, y creo que ella también diría que fuimos muy felices, o que éramos felices durante aquellos años setenta y cinco, setenta y seis, y hasta bien entrado el año mil novecientos setenta y ocho, después del último verano.
“Se lo aprende en la vida, o en el dojo: siempre es igual que antes” - reza la judoca en uno de los pasajes del cuento – “Para la gente, lo importante es vivir mirando hacia donde los otros le señalan, como si nada sucediera detrás, o más adelante”. Fogwill sí se encargó de pensar ese “más adelante” (la postdictadura). Porque los efectos del Proceso, para él, no terminaron en el ´83. Militares reciclados en agencias de seguridad privada o servicios de inteligencia; deuda externa; construcciones de autopistas que allanaron el camino de los negocios inmobiliarios en countries; multinacionales empoderadas: todo replicaba el repiqueteo del triunfo de un orden sobre la revolución que no fue. Repiquetear cuyo pulso maquinal absorbía la memoria de los sobrevivientes, prestos a participar dentro de los acotados márgenes que la frágil incipiente democracia permitía, dejando en ellos impresiones de irreversibilidad.
Un chiste sutil que incluye Fogwill en La larga risa de todos estos años es ponerle el nombre “Macri” a un caballo que usa la prostituta protagonista para su práctica de equitación, en el Club Hípico Alemán, donde muchos militares iban a probar sus equinos. Aclara que un suboficial del Ejército era el cuidador de Macri. Esta fábula de la alianza de poder que se instala en la década del ´70 no está lejos de poder ser interpretada como un presagio de lo que vino. Presagio, no en el sentido profético. Presagios que la materialidad del mundo dictaba; efectos de una escritura que plasmaba la explicitud de un orden dado. Repetir lo dado, narrándolo, para aventajarse con antelación a la situación subsiguiente. Así funciona el materialismo histórico (ensoñado) de Fogwill, habilitando las condiciones de legibilidad de su época. No se necesitan grandes esfuerzos imaginativos para entender a la nuestra en línea con aquella; su atención a la lógica de las cosas y a la lógica de las palabras de las últimas décadas del siglo XX argentino y los albores del XXI, dibujó una trama de sociabilidad cuya estela titila todavía hoy, nítida.
Entendamos el método. Fogwill no hizo ciencia ficción, esperando que alguno de sus delirios paranoides – que los tenía – un día se volviese real. No construyó futuros distópicos de sociedades ficticias, buscando que alguno de sus elementos existentes en ellas resuene verosímilmente en el tiempo del autor. Todo lo contrario. Su perpetua preocupación por el pasado y los trazos subterráneos de éste con la actualidad desde la que escribía, en las formas asistemáticas de la literatura, despeja signos culturales notables. Signos estallados, pero que vaticinaron, así todo, lo que ninguna ciencia desde su pretendida rigurosidad pudo hacer. Atavismos, testimonios que permitían espiar desde una posición privilegiada lo que acontecía. Algunos despuntan cristalinos; otros, ocluidos por el paso del tiempo, parecen líneas que “se aplastan contra el vidrio plano de la memoria”, como dice el protagonista de En otro orden de cosas, quedan ahí, mudos, esperando, no obstante, un lector que algún día vuelva a pronunciarlos, vivificarlos.
Por lo pronto, su obra es un intento de reagrupar los modismos y clichés de la lengua nacional, reírse de ellos y disolverlos en el trajinar de una prosa que respira aires picarescos, paródicos, libertarios. El ritmo de sus narraciones genera un movimiento en el lector similar a la impresión que se tiene al pisar tierra firme después de un viaje en barco de varios días. Textos que se leen con la sensación de vértigo que produce el caminar sobre la corteza continental, cargando todavía con las ondulaciones del agua acostumbradas en la memoria. Tal vez por eso, a la mayoría de ellos, pueda pensárselos, hipotéticamente, como variantes de su poema Versiones sobre el mar: encapsulando a ese mar, esa “abundancia de sinsentido humano”, destilar alguna derivación suya - de la Argentina - y preservarla, como en peceras. Él, que tanto honor le hizo a los barcos en su literatura, navega por esas peceras, midiendo el tiempo, oyendo el burbujeo de frases y pensamientos predigeridos, moldeados en los laboratorios del marketing, de los estudios de televisión y de oficinas burocráticas, haciéndoselas decir a sus personajes para retratar una época – nuestra época -, intercalándolos con cantos de una libertad flotante, más inteligente que la de todos nosotros, qué duda hay. Ahí, en la superficie del agua de esas peceras, yacen los textos de Fogwill, siempre invocando un ruido de rotos cristales imaginados.
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